DUNKERQUE Y EL BICHO

Cuando era pequeña los bichos me daban asco (ahora también). A pesar de vivir en el campo, no me hacían gracia. Y, la verdad, no ayudaba nada que mi madre me dijera cosas como: «Ese bicho, ten cuidado con él, porque se mete por la oreja y va al cerebro y se lo come con esos cuernitos que tiene detrás». Bien mamá. Gran ocurrencia.

He tenido pesadillas con que ese maldito insecto metiéndose por mi oreja millones de veces.

Pues se metió.

Metafóricamente hablando, claro. Me lo encontré el domingo en la película de Dunkerque. Una película de supervivencia, miserias y decisiones extremadamente bien narrada a pesar de sus pocos diálogos. Con un caleidoscopio para ver la misma historia y sentir de manera distinta un mismo suceso, por tierra, mar y aire. Una odisea sin Homero que nos hace sentir desafortunados protagonistas de la nueva obra maestra del señor Nolan.

Pero, ¿por qué?

Tengo que decirlo, no sería tan obra maestra si no fuera por el importantísimo papel que juega la banda sonora de Hans Zimmer aquí. Le da sentido a todo. Lo envuelve. Acaricia el miedo y el tiempo y ofrece una sensación terrible de angustia y embobamiento al mismo tiempo.

Allí me encontré con el bichito, que resultó ser un violín acelerado, delgado e impaciente que emborracha la mente de empatía. Se pasó una buena parte de la película haciendo el surco en mi tímpano, para alcanzar el cerebro. Y lo consiguió. Aquí está:

Un aplauso, por favor, no dejéis de verla.

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